Con esas gafas ladeadas
miras más allá de la tarde opaca
y el translúcido atardecer.
Di, qué ves? Ves el orto en el ocaso?
Remontando al oscurecer.
Tan ahí.
Bien, ahora arrodíllate y adora
al sol naciente del anochecer
mientras que, extralimitándome,
yo sopeso tu bruna actinia
honrando a la luz del atardecer.
Justo ahí.
La actinia agita sus tentáculos
bajo la cadencia del mar.
Vuelve y va, vuelve y va, aún más allá,
dividiendo por su cuadrado
la velocidad del atardecer.
Sí, ahí.
Cálidas aguas y campos de algas,
colonias de estromatolitos
desde el mismo origen del mundo;
ocultas sinfonías verdescentes;
los vívidos colores de la sal.
Ay, ahí.
Contempla el alba en el crepúsculo
―brazo arriba, la pierna allá―
y la aurora contra el anochecer.
Te has quitado también las gafas.
Verás el sol sobre la sal.
Justo, ahí.
Roja marea y rígidas algas;
medusas y velellas en el mar.
La actinia vuelve, vuelve y va.
Serpientes entre los algares.
Verás lo más profundo de la sal.
Ay. Ahí.
Remontando al atardecer.
Vuelve y va, vuelve e irá. Aun más que allá,
Reflejos de tus ojos a mis ojos
―pierna laxa, la mano acá―
de rojo fulgor al anochecer.
Ahí. Ahí.
Estromatolitos en la marea.
Tentáculos de anémona. Oleaje.
Sargazos en la tempestad.
Fragmentos de coral, troncos y redes…
Los fúlgidos sabores de la sal.
Ay. Ahí va.
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Santa Rosa, Barcelona. Febrero 2010
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